Un fabuloso legado científico
En 1781, William Herschel se hizo mundialmente famoso al descubrir la existencia de un nuevo planeta del sistema solar: Urano. Por si fuera poco, también descubrió los dos satélites principales de ese planeta, así como dos nuevos satélites de Saturno. Pero los hallazgos científicos de William Herschel no se limitaron al sistema solar y dedicó grandes esfuerzos a analizar estrellas binarias, nebulosas e incluso la estructura de la Vía Láctea.
Es notablemente difícil desvelar la forma de nuestra galaxia precisamente porque estamos situados en su interior. Algo parecido ocurre cuando los árboles no nos permiten ver el bosque. Al caminar por un bosque, podemos percibir los árboles que nos rodean con gran detalle, pero es difícil hacerse una idea fidedigna de cómo es el bosque en su conjunto. Lo mismo ocurre con nuestra galaxia: al estar situados en el disco de la Vía Láctea, resulta complicado averiguar su tamaño y su forma. Tras muchos siglos de estudio, ahora sabemos que la Vía Láctea es una galaxia plana como un disco y que cuenta con varios brazos espirales, con el Sol situado a unos 27.000 años-luz del centro.
Mapa de la Galaxia realizado por William Herschel en 1785 (“On the Construction of the Heavens”. Philosophical Transactions of the Royal Society of London, Vol. 75)
Gracias a sus incansables observaciones, William Herschel fue uno de los primeros astrónomos que realizó un intento serio de cartografiar nuestra propia galaxia. Para ello, apuntó su telescopio a diferentes direcciones del cielo, muestreando hasta 600 regiones, y en cada una de ellas contó cuántas estrellas podía ver. Asumiendo que las estrellas se distribuyen de forma aproximadamente homogénea, William Herschel supuso que las direcciones en las que veía un mayor número de estrellas debían de ser aquellas en las que la galaxia era más extensa. De esta manera, pudo estimar la forma y tamaño de la Vía Láctea, dibujando un primer mapa que mostraba una sección transversal de la misma, con la galaxia aplanada en la dirección vertical y el Sol aproximadamente en el centro.
Ahora sabemos que la Vía Láctea es más grande de lo que él pensaba y que el Sol no está tan cerca del centro. El método de William Herschel no podía arrojar una visión completa de la Galaxia, ya que el polvo interestelar absorbe la luz de las estrellas más lejanas, de forma que el cartografiado se limitaba a las inmediaciones del Sol. A pesar de sus limitaciones, el mapa de William Herschel supone un primer paso importante hacia el conocimiento que tenemos hoy sobre nuestra galaxia.
Lejos de una visión estática del universo, William Herschel realizó la primera medida concluyente del movimiento del Sol respecto a las estrellas que lo rodean. En efecto, la cuidadosa medida del movimiento propio de estrellas en diferentes direcciones del cielo le permitió concluir correctamente que el Sol se desplaza hacia un punto situado en la constelación de Hércules. Es lo que hoy conocemos como ápex solar y la medida de Herschel difiere tan solo en diez grados respecto al valor aceptado actualmente.
Modelo actual de la Vía Láctea, vista de frente y de canto (Crédito: NASA/JPL-Caltech, ESA)
Las observaciones de los hermanos Herschel estaban motivadas por un claro espíritu científico y sistemático. En particular, William Herschel confeccionó un detallado censo cósmico de estrellas binarias y nebulosas con la ayuda de su hermana Caroline. La gran mayoría de las estrellas binarias catalogadas por William eran binarias físicas, es decir, pares de estrellas vecinas que se mantienen unidas por la fuerza de la gravedad. William Herschel demostró la naturaleza física de estas uniones, lejos de un mero efecto de proyección, registrando el cambio relativo de sus posiciones en una serie de observaciones a lo largo del tiempo.
En cuanto a las nebulosas, además de catalogarlas, William llevó a cabo una clasificación atendiendo a su morfología. Sin saberlo, muchas de las nebulosas que él observó, dibujó y clasificó eran, en realidad, galaxias externas que constituyen auténticos “universos isla” formados por miles de millones de estrellas. A lo largo de su carrera, William y Caroline descubrieron más de 2400 objetos de cielo profundo, lo que supuso un salto gigantesco comparado con el catálogo de 110 objetos difusos de Charles Messier. Estos resultados fueron publicados en sucesivos catálogos de nebulosas y cúmulos estelares: los dos primeros contenían 1000 objetos cada uno (1786 y 1789), mientras que el tercero los completaba con 500 objetos adicionales (1802). El hijo de William, John Herschel, viajó a Sudáfrica para concluir así la labor iniciada por su padre, cubriendo con sus observaciones el cielo desde el hemisferio sur y añadiendo más de 1700 nuevos objetos. Estos catálogos suponen el germen de lo que sería el New General Catalogue (NGC), publicado por John Dreyer en 1888 y que aún hoy usamos los astrónomos para designar objetos de cielo profundo.
William Herschel descubrió la radiación infrarroja utilizando un prisma y un termómetro (Crédito: NASA/IPAC)
William Herschel también se interesó por la naturaleza del Sol y, para comprenderlo mejor, llevó a cabo observaciones con filtros que solamente dejaban pasar ciertas longitudes de onda o colores. De esta forma, el astrónomo se percató de que el Sol proporcionaba más o menos calor en función de la longitud de onda del filtro que se utilizara. Movido por su afán científico, cuantificó esta respuesta calorífica mediante un prisma que descomponía la luz solar en los colores del arcoíris y un termómetro. Sorprendentemente, detectó una temperatura mayor en el exterior del arcoíris, inmediatamente al lado de su extremo rojo, donde aparentemente no había luz alguna.
Así, dedujo que debían de existir rayos más allá del rojo (lo que hoy conocemos como radiación infrarroja), que, a pesar de no ser visibles a nuestros ojos, sí que transportan energía. Estos rayos caloríficos descubiertos por Herschel supusieron un trampolín fundamental para la astrofísica moderna, abriendo la puerta al estudio de la radiación en rangos no visibles del espectro electromagnético. Doscientos años después de este descubrimiento, el lanzamiento del telescopio JWST nos ha abierto una nueva ventana al universo, permitiéndonos observar la radiación infrarroja de exoplanetas y galaxias lejanas con un nivel de detalle sin precedentes.